Las galletiterias eran negocios exclusivos de venta de galletitas, paredes enteras ocupadas por latas de galletitas, generalmente acompañadas con alguna caramerela.
En aquellos tiempos las heladerias no estaban abiertas todo el año por lo tanto mutaban y en verano vendían helados y en invierno galletitas. Recuerdo que existía la yapa si el vendedor tenía buena onda te daba alguna galletita para el camino o te daba a probar alguna de las nuevas que salían. Párrafo aparte para el sector del mostrador donde se ubicaban paquetitos con galletitas rotas obviamente se vendían a mitad de precio.
En los viejos almacenes, esas latas de galletitas ocupaban una pared entera y muchas veces era la más visible del local, a tal punto que si ibas a comprar detergente, 100 gramos de queso fresco o aceitunas, terminabas sin querer con un paquetito de un cuarto de galletas, sólo porque al verlas se te hacía agua la boca.
De la ceremonia que se montaba para venderlas en esos negocios de barrio, recuerdo no sólo las formas y colores, sino también el aroma de esas galletas cuando el vendedor abría la lata. Salía de adentro una especie de genio dispuesto a cumplirte el único deseo en el que estabas pensando en ese momento: deshacer esas delicias en tu paladar para completar ese momento íntimo entre uno y el manjar que había comenzado por los ojos y querías coronar en tu boca.
galletitas en caja de carton
La prolijidad con la que el vendedor las colocaba sobre un papel de almacén (luego en bolsitas), para luego envolverlas con un repulgue tipo empanada completaba el cuadro. Tanto esmero para que, no bien salir del lugar, rasgaras el paquete en la desesperación de culminar ese enamoramiento que había comenzado a simple vista y por la ventanita de la lata.