Durante mucho tiempo el corso fue una fiesta a la que asistían personas de todas las condiciones sociales pero en la medida que el carnaval se fue organizando, fue perdiendo su espontaneidad.
Papelitos, serpentinas, enormes cabezudos, viejos, jóvenes, ricos y pobres salían a las calles a divertirse o entablaban en las esquinas y balcones verdaderas guerras de agua o huevos.
Tal es la versión del carnaval de antaño registró a fines del siglo XIX el viajero francés Eugéne de Robiano, quien escribió que “en los grandes días de carnaval salen a relucir todos los carruajes que existen en la ciudad; en esa oportunidad van descubiertos y repletos de hermosas mujeres, con peinados y vestidos de baile, empolvadas, escotadas, y muchas veces, disfrazadas”.
Sin embargo, una de las cosas que más llamó su atención fueron los juegos con agua: “En los días de carnaval se da una diversión, sin duda muy disfrutada por los lugareños, pero que los extranjeros difícilmente lleguen a apreciar. Consiste, ni más ni menos, en empaparse, entre los miembros de diferentes sexos. A tal efecto, se usan pequeñas bolsas de plomo, llamadas pomitos, que, bajo presión de la mano, dejan escapar por su extremo un chorro de agua”, anotó.
Y sí, muchas cosas han cambiado. Hace algunos años si buscábamos a esencia del carnaval, teníamos que ir a los barrios. A buscar algún viejo tablado, muchachos disfrazados con ropa de la abuela. De esos ya quedan menos aunque en los corsos oficiales sobreviven aún algunos cabezudos que ya no austan a nadie y los gurises azuzan a patadas y algunas mascaritas que, con su entonación característica, gritan a viva voz: ‘¡ay mirá quién está ahí! Vení querido, que yo a vos te conozco…’