Cuando era pibe se usaban las cartucheras de madera. Hoy, varias decenas de años más tarde, uno ve con melancolía aquel día previo a la primera jornada escolar. Más allá del miedo escénico de encontrarse con cientos de chicos en la escuela, miraba con cierto orgullo lo que ese portafolio contenía. Cuadernos prolijamente forrados con ese papel araña azul, verde o rojo; una cartuchera de madera que varios años después me enteré que se llamaba canopla y, dentro de ella, lápices de colores, negro, goma de borrar Dos Banderas (aquella roja para lápiz y azul para tinta, cuántas hojas habremos agujereado para borrar una letra de más o un resultado equivocado), sacapuntas -uno es especial en forma de guillotina, nunca más lo vi- lapiceras con distintas plumas, un tintero, un limpiaplumas, papel secante, un ábaco (contador) para aprender a sumar, restar, multiplicar y dividir, progenitora de la calculadora de bolsillo de hoy y una regla o escuadra. Por supuesto el peso del portafolio iba en aumento a medida que los días transcurrían, ya que a todo ese bagaje había que sumarle el libro de lectura y un manual, según el curso al que se asistía, un cuaderno borrador donde se ejercitaba las operaciones de matemática, o cuando se escribía mal una palabra la señorita o el maestro nos hacía escribirla varias veces para memorizarlas y no cometer el mismo error otra vez.