La población de Buenos Aires en ese entonces comenzaba a tener varios y determinados vías crucis. Uno de ellos era el del transporte, ya que no alcanzaba a cubrir las necesidades de una población y un mercado en expansión, por lo que enormes extensiones de su perímetro se encontraban aisladas y lejos de cualquier posibilidad de trasladarse con cierta rapidez. El Transporte era brindado por tranvías y subtes, ambos de propiedad inglesa, algunos ómnibus y taxis.
Precisamente el servicio de taxis, precursores del «auto-colectivo», si bien era bueno, carecía de pasajeros ya que nadie o casi nadie quería o podía gastar un peso viajando, por ejemplo, desde Flores a Villa del Parque, por lo que transitaban en fila india por las arterias céntricas con la banderita levantada sin remedio (de allí surgió el neologismo «yirar» como expresión de dar vueltas y vueltas sin resultados positivos). A lo sumo, con suerte el taxista lograba recaudar cinco pesos diarios luego de frenar y acelerar y meter la primera y darle a la segunda desde las siete de la mañana hasta las veinticuatro, con un corto descanso para almorzar (en esa época Buenos Aires aún conservaba aires de pueblo y la costumbre del almuerzo se respetaba diariamente).
Y en este contexto, una tarde de septiembre del año 1928, desde el mostrador del Café La Montaña (local ya desaparecido y que se encontraba en la esquina de la Av. Rivadavia y Carrasco), el mozo miraba aburrido al grupo sentado desde hacía ya mucho tiempo en una de las mesas. Seguramente pensó: «Con tipos como éstos no vamos a ningún lado». Hacía rato que estaban allí, con el café ya consumido y desarrollando una sola actividad: el diálogo. No se cansaban de hablar, pero a juzgar por las caras sombrías, la conversación debía ser preocupante y aburrida.
En esa mesa se encontraban los taxistas José García Gálvez, Pedro Echegaray, Rosendo Pazos, Felipe Quintana, Lorenzo Forte, Rogelio Fernández, Manuel Pazos (a quien se le atribuye la invención del auto-colectivo), Aristóbulo Bianchetti, Antonio González, Páez, Rodríguez. Como siempre los temas que estaban en boca de todos eran la difícil situación económica y la falta de trabajo, por lo que como un reflejo de esta situación el viajar en taxis se había tornado inalcanzable para la mayoría de la gente y eso repercutía fuertemente en los bolsillos de estos compañeros de café. Es por eso que surgió el comentario de una experiencia que había dado muy buenos resultados: los fines de semana colegas emprendedores salían con sus taxis con hasta seis personas desde lugares clave como la Plaza de Mayo hasta el Hipódromo de Palermo y diversas canchas de fútbol cobrando cincuenta centavos o un peso (según la distancia) por cada pasajero.
Si el mozo de este viejo café hubiera poseído la más mínima capacidad de intuir el porvenir, su fastidio por este grupo que ocupaba la mesa que daba a la ventana, se habría convertido en atenciones seguramente exageradas, porque los clientes sentados allí, vestidos humildemente, con cara de pocos amigos y los bolsillos flacos, eran los precursores, los creadores, los inventores, según la expresión de algún exagerado, del colectivo porteño, hecho que asombraría al mundo entero, sin duda, probando el ingenio criollo (aunque los hombres en cuestión pertenecieran a distintas nacionalidades)
Poco después los hombres se levantaron, aparentemente ya de acuerdo, con un extraño brillo en los ojos y salieron del bar acompañados de la mirada indiferente y aliviada del mozo.
Así pocos días después llego el ansiado lunes 24 de septiembre de 1928, día en que inició su recorrido la primera línea de «auto-colectivos».
La tarde anterior se habían puesto de acuerdo para comenzar con el servicio unos quince choferes, pero el comienzo de ese lunes era digno de una película de terror y si no hubiese sido por el entusiasmo puesto por estos pioneros seguramente hoy no habría colectivos, ya que esa mañana llovía sin parar desde las primeras horas de la madrugada.
Por la inclemencia del tiempo sólo se presentaron ocho choferes, sin embargo, la intención de construir la patria soñada y de no tener tan flacos los bolsillos impulsaba a estos hombres que a los gritos lograron poco a poco y con apuro conseguir los primeros pasajeros.
El recorrido estaba bien pautado: partiendo desde Primera Junta, efectuarían una parada en Plaza Flores y finalizarían en Lacarra y Rivadavia. Posteriormente realizarían el camino inverso (Rivadavia y Corro – Primera Junta, deteniéndose nuevamente en Plaza Flores).
El primer viaje no fue precisamente exitoso. Ninguno quería salir (la Municipalidad prohibía el uso colectivo de taxis) hasta que un valiente se animo. Al no encontrar ninguna persona dispuesta a oficiar de pasajero en este nuevo «invento», el primer auto colectivo viajo desde Primera junta hasta Rivadavia y Lacarra vacio. Pero lejos de desmotivarse al llegar a este punto y luego de unos minutos de espera subió un señor (cuyo nombre no ha quedado lamentablemente en la Historia), curioso y «gasolero» que se transformaría sin saberlo en el primer pasajero de un Auto colectivo y pasadas las 8:25 hs. de la mañana partió el primer servicio. A modo de recuerdo de este momento y como lugar histórico de nuestra ciudad de Buenos Aires, existe en Lacarra y Rivadavia un monolítico que rememora esta situación.